Tú
me descubriste el mar
y
me sumergiste en tu seguridad.
Contigo
nada malo me podría pasar,
tus
brazos sostenían mi cielo,
como
un fornido Atlante,
veranos
de infancia y sal,
no
había ola que yo no saltara junto a ti.
El
sol, a veces, no nos acompañaba,
pero
tú iluminabas mi mundo,
no
lo echaba en falta.
El
agua fría estimulaba todos mis sentidos,
y
mi sangre, y mi ser,
Playa
de la Misericordia,
monjas
en el amanecer
bañaban
a niños huérfanos,
a
los que faltaba el brazo de un padre,
¡cuán
afortunada era yo!
Ellos
recogían sus bártulos
cuando
llegábamos nosotros,
tras ellos, ellos...
Cada
día se repetía esta liturgia.
La
playa desierta donde campeaban las gaviotas,
tú
y yo y el mar, nuestro mar, Mar Nuestro.
Las
doce marcaba el final de aquellos baños,
comenzaba
a llegar la gente que llenaría la playa,
y
nosotros de regreso,
con
la sal en los labios y el corazón galopando,
llegábamos
a casa, la comida hecha, mamá esperando,
y
tú pronto marchabas a la fábrica a bregar con las máquinas,
donde TÚ ponías el corazón que a ellas le faltaban.
Es un poema/homenaje precioso.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
El mar siempre ilumina los recuerdos.
Besos.
Así es, amigo, el mar es un mágico espejo dónde mirar y rememorar nuestros recuerdos.
EliminarMe alegro que te gustase. Muchas gracias!
Míl besos, Torito!