«A
veces la infancia es más larga que la vida»”
Ana
María Matute
Aquellos ojos grandes y
profundos habían asistido a paisajes incomprensibles de dolor y
miedo cuyo gris nublaba a veces su mirada puesta en la lejanía.
La niña, en un laberinto
de pasillos y habitaciones frías que eran un todo, era feliz al
verse cada día fuera de él, sin batas blancas, en brazos de una
madre amorosa y cálida que limpiaba sus lágrimas y devolvía su
alegría por haberse portado bien con algunas recompensas en forma de
chucherías y libros de cuentos adquiridas al pasar por el quiosco
que había en la puerta del hospital, aunque esto supusiera, sin que
la niña fuese consciente de ello, el sacrificio de una madre
abnegada que gastaba el dinero del transporte por ver sus ojitos
iluminados y bañados de sonrisa, y que no paraba de hablar mientras
la llevaba en brazos el largo camino de vuelta a casa.
De todas aquellas frías
habitaciones, una en particular le infundía verdadero terror y
atraía su mirada poderosamente. Cada día, mientras avanzaba por el
pasillo, «rezaba» para no encontrarse la puerta abierta, sabía que
su mirada se recrearía en esa visión espeluznante mientras un
escalofrío le sacudía el cuerpo y le erizaba el vello. Había allí
una máquina infernal que engullía niños y solo les dejaba asomar
sus cabecitas. Escuchó que la llamaban «pulmón de acero», pero
por entonces ni siquiera sabía el significado de la palabra
«pulmón».
¡Era tan pequeña,
aún...! Pulmón de acero sonaba en su interior como el roce del filo
de una navaja. Esa amenaza que se producía en su mente le hacía
aplicarse un poco más en sus ejercicios, y eso que odiaba las
cinchas, los sacos de arena, las poleas y demás artilugios del
gimnasio, de los que colgaban piernas, brazos y cuellos, una
verdadera tortura para ella, en donde su llanto se mezclaba con otros
llantos infantiles. No entendía que, para curar sus piernecitas,
tuviesen que infligirle tanto daño. Lo que mejor llevaba era la
piscina, pero incluso eso había días que no le apetecía. Masajes,
masajes y más masajes... que no cesaron ni siquiera cuando comenzó
su etapa escolar.
Hoy día aquellos ojos no
encierran ningún rencor, todo lo contrario, un profundo amor y
comprensión por aquella niña que guarda dentro.
(*) Relato publicado en el libro Sueños en la mirada, a beneficio de la investigación del Síndrome Postpolio.
ResponderEliminarEste relato, con la frase de Ana María Matute que lo precede, me resulta conmovedor. Toda o gran parte de la visión de mundo que nos acompaña en la vida se forma en nuestros primeros años, y las experiencias que vivimos en ellos nos acompañan para siempre. Lo que sí podemos hacer es elegir cómo nos los contamos, y ahí entra la diferencia entre vivirlo con rencor o con amor y comprensión.
Precioso texto, Merche
Besitos, millones de ellos
Dicen que los primeros cinco años de vida son los que más nos marcan, para bien o para mal. Desenterré estos recuerdos cuando decidimos publicar un libro colaborativo cuyo hilo conductor fuese la polio, para recaudar fondos. A pesar de lo que pueda parecer, tuve una infancia muy feliz, amiga.
ResponderEliminarCienes de besos, tesoro!
MERCHE
ResponderEliminarPrimer contacto contigo, un gusto acompañarte, no me compenetre de tu escrito pues ando un poco peleado con mi ordenador, esta en cuarentena y se permite ciertas libertades, no obstante, me pone feliz dejar huella de mi presencia.
Que lo pases bonito, mi saludo para ti.
LÚCAS
Encantada de conocerte, Lucas. Bienvenido a esta casa que es la tuya. Que sea leve la cuarentena de tu ordenador.
ResponderEliminarUn saludo